Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Mateo 5:9.

Pocas cosas amargan tanto el alma como estar peleados con el prójimo, especialmente si esa persona tiene un vínculo cercano con nosotros. Las peleas, el distanciamiento y el rencor tienden a deprimirnos, a generar una sensación de inestabilidad, de tener algo no resuelto, aun cuando creamos o sepamos que no tenemos culpa.

Es cierto, hay situaciones y personas que hacen imposible llevarnos bien con el prójimo. Aun cuando hagamos todo lo posible para evitar el conflicto, para reconciliarnos, hay gente que parece preferir el odio, la malicia y el resentimiento. Incluso nuestro Señor Jesucristo, con toda su mansedumbre, humildad y amor infinito, no pudo evitar ser envidiado, odiado y aun asesinado por los dirigentes religiosos de sus días.

Por eso, el apóstol aconseja: “Si es posible, en cuanto dependa de vosotros, estad en paz con todos los hombres” (Rom. 12:18, el énfasis es mío). Es decir, yo no puedo hacerme cargo de las reacciones de los demás: no sé cómo van a responder a mi deseo de pacificación. Pero debo intentar la reconciliación, y dejar los resultados en manos de Dios. Haz tuya esta famosa oración:

Señor, haz de mí un instrumento de tu paz.
Que donde hay odio, ponga yo amor.
Que donde hay ofensa, ponga yo perdón.
Que donde hay discordia, ponga yo unión.
Que donde hay error, ponga yo verdad.
Que donde hay duda, ponga yo lafe.
Que donde hay desesperación, ponga yo esperanza.
Que donde hay tinieblas, ponga yo luz.
Que donde hay tristeza, ponga yo alegría.
Oh, Señor, que yo no busque tanto ser consolado, como consolar;
ser comprendido, como comprender; ser amado, como amar.
Porque es dándose como se recibe,
es olvidándose de sí mismo como uno se encuentra a sí mismo,
es perdonando como se es perdonado,
y es muriendo como se resucita a la vida eterna.

Tomado de: Lecturas devocionales para Jóvenes 2015
“El tesoro escondido” Por: Pablo Claverie






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